Es inestable. Ciertamente, no se puede confiar en ella. Pero existe esa trampa en la que caemos, la que nos hace sentir que por fin empezó nuestra vida perfecta, sin darnos cuenta de que la perfección se hace de imperfecciones, de lo diario y normal.
Nos aferramos a ella como al último hálito de vida de alguien muy querido. Mantenemos una absurda obsesión por trabarla en nuestra casa, en nuestro cuerpo; ahí es cuando deja de ser buena: cuando para el auto mal estacionado y se baja de nuestra vida, dejándonos desamparados bajo la lluvia de realidad. Cae con fuerza y trae gritos incomprendidos, decididos a no soltarla, y rayos que parten la esperanza que había llegado con la frase: “me hacés muy feliz”.
La felicidad no empieza por ser adquirida a cualquier costo. No se trata de pisar cabezas y destrozarlas, porque en definitiva todo lo que empieza mal va a terminar peor.
Mejor empezar derechos, porque es mentira que la felicidad se esfuma, como también lo es que te espera. A la felicidad no le ponés límites: llega cuando tiene que ser, y se va de la misma y silenciosa forma.
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