Isabella se incorporó sin saber en qué momento se había despertado.
Abrió las ventanas, encontrándose nuevamente con ese cielo amarillo que la encandilaba.
La alarma de la fábrica sonó. Eran las 8 de la mañana. Buscó algo de la realidad que la había acompañado toda su vida. Rebuscó los rostros familiares asomados en las ventanas de enfrente y sólo vio gruesos barrotes recortando los pájaros que caían a pedazos ante sus ojos.
Golpearon la puerta y antes del permiso ésta se había abierto irrespetuosa.
Habló pero nadie respondió. Lloró y nadie le dio consuelo. Trató de gritar y no pudo, sus labios seguían cocidos, las muñecas estaban marcadas por el cuero, la impotencia y la brusquedad de la desesperación que se sabe inútil.
Isabella miró una vez más el cielo que estaba a punto de cambiar. La alarma volvió a sonar: eran las 8 de la noche.
Deseó dormirse de nuevo para volver a la única vida que soportaba, anheló esa vida quimérica y compañera para siempre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario